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K. Marx & F. Engels: Manifiesto del Partido Comunista (1848) (página 2)




Enviado por José Aguirre



Partes: 1, 2, 3

La idea central que inspira todo el Manifiesto, a saber: que
el régimen económico de la producción y la estructuración
social que de él se deriva necesariamente en cada
época histórica constituye la base sobre la cual se
asienta la historia política e
intelectual de esa época, y que, por tanto, toda la
historia de la sociedad -una
vez disuelto el primitivo régimen de comunidad del
suelo– es una
historia de luchas de clases, de luchas entre clases explotadoras
y explotadas, dominantes y dominadas, a tono con las diferentes
fases del proceso
social, hasta llegar a la fase presente, en que la clase
explotada y oprimida -el proletariado- no puede ya emanciparse de
la clase que la explota y la oprime -de la burguesía- sin
emancipar para siempre a la sociedad entera de la
opresión, la explotación y las luchas de clases;
esta idea cardinal fue fruto personal y
exclusivo de Marx .

Y aunque ya no es la primera vez que lo hago constar, me ha
parecido oportuno dejarlo estampado aquí, a la cabeza del
Manifiesto.

Londres, 28 junio 1883.

F. ENGELS.  

  3 PRÓLOGO DE ENGELS A LA EDICIÓN
ALEMANA DE 1890

 

Ve la luz una nueva
edición
alemana del Manifiesto cuando han ocurrido desde la última
diversos sucesos relacionados con este documento que merecen ser
mencionados aquí.

En 1882 se publicó en Ginebra una segunda traducción rusa, de Vera Sasulich ,
precedida de un prologo de Marx y mío. 
Desgraciadamente, se me ha extraviado el original alemán
de este prólogo y no tengo más remedio que volver a
traducirlo del ruso, con lo que el lector no saldrá
ganando nada.  El prólogo dice así:

"La primera edición rusa del Manifiesto del Partido
Comunista, traducido por Bakunin, vio la luz poco después
de 1860 en la imprenta del
Kolokol.  En los tiempos que corrían, esta
publicación no podía tener para Rusia, a lo
sumo, más que un puro valor
literario de curiosidad.  Hoy las cosas han cambiado. 
El último capítulo del Manifiesto, titulado
"Actitud de los
comunistas ante los otros partidos de la oposición",
demuestra mejor que nada lo limitada que era la zona en que, al
ver la luz por vez primera este documento (enero de 1848),
tenía que actuar el movimiento
proletario.  En esa zona faltaban, principalmente, dos
países: Rusia y los Estados
Unidos.  Era la época en que Rusia
constituía la última reserva magna de la
reacción europea y en que la emigración a los
Estados Unidos absorbía las energías sobrantes del
proletariado de Europa
Ambos países proveían a Europa de primeras
materias, a la par que le brindaban mercados para sus
productos
industriales.  Ambos venían a ser, pues, bajo uno u
otro aspecto, pilares del orden social europeo.

Hoy las cosas han cambiado radicalmente.  La
emigración europea sirvió precisamente para
imprimir ese gigantesco desarrollo a
la agricultura
norteamericana, cuya concurrencia está minando los
cimientos de la grande y la pequeña propiedad
inmueble de Europa.  Además, ha permitido a los
Estados Unidos entregarse a la explotación de sus copiosas
fuentes
industriales con tal energía y en proporciones tales, que
dentro de poco echará por tierra el
monopolio
industrial de que hoy disfruta la Europa occidental.  Estas
dos circunstancias repercuten a su vez revolucionariamente sobre
la propia América.  La pequeña y mediana
propiedad del granjero que trabaja su propia tierra sucumbe
progresivamente ante la concurrencia de las grandes
explotaciones, a la par que en las regiones industriales empieza
a formarse un copioso proletariado y una fabulosa
concentración de capitales.

Pasemos ahora a Rusia. Durante la sacudida revolucionaria de
los años 48 y 49, los monarcas europeos, y no sólo
los monarcas, sino también los burgueses, aterrados ante
el empuje del proletariado, que empezaba a, cobrar por aquel
entonces conciencia de su
fuerza,
cifraban en la intervención rusa todas sus
esperanzas.  El zar fue proclamado cabeza de la
reacción europea.  Hoy, este mismo zar se ve apresado
en Gatchina como rehén de la revolución
y Rusia forma la avanzada del movimiento revolucionario de
Europa.

El Manifiesto
Comunista se proponía por misión
proclamar la desaparición inminente e inevitable de la
propiedad burguesa en su estado
actual.  Pero en Rusia nos encontramos con que, coincidiendo
con el orden capitalista en febril desarrollo y la propiedad
burguesa del suelo que empieza a formarse, más de la mitad
de la tierra es
propiedad común de los campesinos.

Ahora bien -nos preguntamos-, ¿puede este
régimen comunal del concejo ruso, que es ya, sin duda, una
degeneración del régimen de comunidad
primitiva de la tierra, trocarse directamente en una forma
más alta de comunismo del
suelo, o tendrá que pasar necesariamente por el mismo
proceso previo de descomposición que nos revela la
historia del occidente de Europa?

La única contestación que, hoy por hoy, cabe dar
a esa pregunta, es la siguiente: Si la revolución
rusa es la señal para la revolución obrera de
Occidente y ambas se completan formando una unidad, podría
ocurrir que ese régimen comunal ruso fuese el punto de
partida para la implantación de una nueva forma comunista
de la tierra.  

Londres, 21 enero 1882."

Por aquellos mismos días, se publicó en Ginebra
una nueva traducción polaca con este título:
Manifest Kommunistyczny.

Asimismo, ha aparecido una nueva traducción danesa, en
la "Socialdemokratisk Bibliothek, Köjbenhavn 1885". Es de
lamentar que esta traducción sea incompleta; el traductor
se saltó, por lo visto, aquellos pasajes, importantes
muchos de ellos, que le parecieron difíciles;
además, la versión adolece de precipitaciones en
una serie de lugares, y es una lástima, pues se ve que,
con un poco más de cuidado, su autor habría
realizado un trabajo
excelente.

 En 1886 apareció en Le Socialiste de París
una nueva traducción francesa, la mejor de cuantas han
visto la luz hasta ahora .

 Sobre ella se hizo en el mismo año una
versión española, publicada primero en El
Socialista de Madrid y
luego, en tirada aparte, con este título: Manifiesto del
Partido Comunista, por Carlos Marx y F.
Engels (Madrid, Administración de El Socialista,
Hernán Cortés, 8).

 Como detalle curioso contaré que en 1887 fue
ofrecido a un editor de Constantinopla el original de una
traducción armenia; pero el buen editor no se
atrevió a lanzar un folleto con el nombre de Marx a la
cabeza y propuso al traductor publicarlo como obra original suya,
a lo que éste se negó.

 Después de haberse reimpreso repetidas veces
varias traducciones norteamericanas más o menos
incorrectas, al fin, en 1888, apareció en Inglaterra la
primera versión auténtica, hecha por mi amigo
Samuel Moore y revisada por él y por mí antes de
darla a las prensas. He aquí el título: Manifesto
of the Communist Party, by Karl Marx and
Frederick Engels. Authorised English Translation, edited and
annotated by Frederíck Engels. 1888. London, William
Reeves, 185 Flett St. E. C. Algunas de las notas de esta
edición acompañan a la presente.

 El Manifiesto ha tenido sus vicisitudes. Calurosamente
acogido a su aparición por la vanguardia,
entonces poco numerosa, del socialismo
científico -como lo demuestran las diversas traducciones
mencionadas en el primer prólogo-, no tardó en
pasar a segundo plano, arrinconado por la reacción que se
inicia con la derrota de los obreros parisienses en junio de 1848
y anatematizado, por último, con el anatema de la justicia al
ser condenados los comunistas por el tribunal de Colonia en
noviembre de 1852.  Al abandonar la escena Pública,
el movimiento obrero que la revolución de febrero
había iniciado, queda también envuelto en la
penumbra el Manifiesto.

Cuando la clase obrera europea volvió a sentirse lo
bastante fuerte para lanzarse de nuevo al asalto contra las
clases gobernantes, nació la Asociación Obrera
Internacional.  El fin de esta organización era fundir todas las masas
obreras militantes de Europa y América en un gran cuerpo
de ejército.  Por eso, este movimiento no
podía arrancar de los principios
sentados en el Manifiesto.  No había más
remedio que darle un programa que no
cerrase el paso a las tradeuniones inglesas, a los proudhonianos
franceses, belgas, italianos y españoles ni a los
partidarios de Lassalle en Alemania .
Este programa con las normas directivas
para los estatutos de la Internacional, fue redactado por Marx
con una maestría que hasta el propio Bakunin y los
anarquistas hubieron de reconocer.  En cuanto al triunfo
final de las tesis del
Manifiesto, Marx ponía toda su confianza en el desarrollo
intelectual de la clase obrera, fruto obligado de la acción
conjunta y de la discusión.  Los sucesos y
vicisitudes de la lucha contra el capital, y
más aún las derrotas que las victorias, no
podían menos de revelar al proletariado militante, en toda
su desnudez, la insuficiencia de los remedios milagreros que
venían empleando e infundir a sus cabezas una mayor
claridad de visión para penetrar en las verdaderas
condiciones que habían de presidir la emancipación
obrera.  Marx no se equivocaba.  Cuando en 1874 se
disolvió la Internacional, la clase obrera difería
radicalmente de aquella con que se encontrara al fundarse en
1864.  En los países latinos, el proudhonianismo
agonizaba, como en Alemania lo que había de
específico en el partido de Lassalle, y hasta las mismas
tradeuniones inglesas, conservadoras hasta la médula,
cambiaban de espíritu, permitiendo al presidente de su
congreso, celebrado en Swansea en 1887, decir en nombre suyo: "El
socialismo continental ya no nos asusta". Y en 1887 el socialismo
continental se cifraba casi en los principios proclamados por el
Manifiesto. La historia de este documento refleja, pues, hasta
cierto punto, la historia moderna del movimiento obrero desde
1848. En la actualidad es indudablemente el documento más
extendido e internacional de toda la literatura socialista del
mundo, el programa que une a muchos millones de trabajadores de
todos los países, desde Siberia hasta California.

 Y, sin embargo, cuando este Manifiesto vio la luz, no
pudimos bautizarlo de Manifiesto socialista. En 1847, el concepto de
"socialista" abarcaba dos categorías de personas. Unas
eran las que abrazaban diversos sistemas
utópicos, y entre ellas se destacaban los owenistas en
Inglaterra, y en Francia los
fourieristas, que poco a poco habían ido quedando
reducidos a dos sectas agonizantes. En la otra formaban los
charlatanes sociales de toda laya, los que aspiraban a remediar
las injusticias de la sociedad con sus potingues mágicos y
con toda serie de remiendos, sin tocar en lo más
mínimo, claro está, al capital ni a la
ganancia.  Gentes unas y otras ajenas al movimiento obrero,
que iban a buscar apoyo para sus teorías
a las clases "cultas".  El sector obrero que, convencido de
la insuficiencia y superficialidad de las meras conmociones
políticas, reclamaba una radical
transformación de la sociedad, se apellidaba
comunista.  Era un comunismo toscamente delineado,
instintivo, vago, pero lo bastante pujante para engendrar dos
sistemas utópicos: el del "ícaro" Cabet en Francia
y el de Weitling en Alemania.  En 1847, el "socialismo"
designaba un movimiento burgués, el "comunismo" un
movimiento obrero.  El socialismo era, a lo menos en el
continente, una doctrina presentable en los salones; el
comunismo, todo lo contrario.  Y como en nosotros era ya
entonces firme la convicción de que "la
emancipación de los trabajadores sólo podía
ser obra de la propia clase obrera", no podíamos dudar en
la elección de título.  Más tarde no se
nos pasó nunca por las mentes tampoco modificarlo.

"¡Proletarios de todos los países, uníos!"
Cuando hace cuarenta y dos años lanzamos al mundo estas
palabras, en vísperas de la primera revolución de
París, en que el proletariado levantó ya sus
propias reivindicaciones, fueron muy pocas las voces que
contestaron.  Pero el 28 de septiembre de 1864, los
representantes proletarios de la mayoría de los
países del occidente de Europa se reunían para
formar la Asociación Obrera Internacional, de tan glorioso
recuerdo.  Y aunque la Internacional sólo tuviese
nueve años de vida, el lazo perenne de unión entre
los proletarios de todos los países sigue viviendo con
más fuerza que nunca; así lo atestigua, con
testimonio irrefutable, el día de hoy.  Hoy, primero
de Mayo, el proletariado europeo y americano pasa revista por
vez primera a sus contingentes puestos en pie de guerra como un
ejército único, unido bajo una sola bandera y
concentrado en un objetivo: la
jornada normal de ocho horas, que ya proclamara la Internacional
en el congreso de Ginebra en 1889, y que es menester elevar a
ley.  El
espectáculo del día de hoy abrirá los ojos a
los capitalistas y a los grandes terratenientes de todos los
países y les hará ver que la unión de los
proletarios del mundo es ya un hecho.

¡Ya Marx no vive, para verlo, a mi lado!

Londres, 1 de mayo de 1890.

F. ENGELS.  

  4 PRÓLOGO DE ENGELS A LA EDICIÓN
POLACA DE 1892

La necesidad de reeditar la versión polaca del
Manifiesto Comunista, requiere un comentario.

Ante todo, el Manifiesto ha resultado ser, como se
proponía, un medio para poner de relieve el
desarrollo de la gran industria en
Europa. Cuando en un país, cualquiera que él sea,
se desarrolla la gran industria brota al mismo tiempo entre
los obreros industriales el deseo de explicarse sus relaciones
como clase, como la clase de los que viven del trabajo, con la
clase de los que viven de la propiedad.  En estas
circunstancias, las ideas socialistas se extienden entre los
trabajadores y crece la demanda del
Manifiesto Comunista.  En este sentido, el número de
ejemplares del Manifiesto que circulan en un idioma dado nos
permite apreciar bastante aproximadamente no sólo las
condiciones del movimiento obrero de clase en ese país,
sino también el grado de desarrollo alcanzado en él
por la gran industria.

La necesidad de hacer una nueva edición en lengua polaca
acusa, por tanto, el continuo proceso de expansión de la
industria en Polonia.  No puede caber duda acerca de la
importancia de este proceso en el transcurso de los diez
años que han mediado desde la aparición de la
edición anterior.  Polonia se ha convertido en una
región industrial en gran escala bajo la
égida del Estado ruso.

Mientras que en la Rusia propiamente dicha la gran industria
sólo se ha ido manifestando esporádicamente (en las
costas del golfo de Finlandia, en las provincias centrales de
Moscú y Vladimiro, a lo largo de las costas del mar Negro
y del mar de Azov), la industria polaca se ha concentrado dentro
de los confines de un área limitada, experimentando a la
par las ventajas y los inconvenientes de su
situación.  Estas ventajas no pasan inadvertidas para
los fabricantes rusos; por eso alzan el grito pidiendo aranceles
protectores contra las mercancías polacas, a despecho de
su ardiente anhelo de rusificación de Polonia.  Los
inconvenientes (que tocan por igual los industriales polacos y el
Gobierno ruso)
consisten en la rápida difusión de las ideas
socialistas entre los obreros polacos y en una demanda sin
precedente del Manifiesto Comunista.

El rápido desarrollo de la industria polaca (que deja
atrás con mucho a la de Rusia) es una clara prueba de las
energías vitales inextinguibles del pueblo polaco y una
nueva garantía de su futuro renacimiento. La
creación de una Polonia fuerte e independiente no interesa
sólo al pueblo polaco, sino a todos y cada uno de
nosotros.  Sólo podrá establecerse una
estrecha colaboración entre los obreros todos de Europa si
en cada país el pueblo es dueño dentro de su propia
casa.  Las revoluciones de 1848 que, aunque reñidas
bajo la bandera del proletariado, solamente llevaron a los
obreros a la lucha para sacar las castañas del fuego a la
burguesía, acabaron por imponer, tomando por instrumento a
Napoleón y a Bismarck (a los enemigos de la
revolución), la independencia
de Italia, Alemania
y Hungría.  En cambio, a
Polonia, que en 1791 hizo por la causa revolucionaria más
que estos tres países juntos, se la dejó sola
cuando en 1863 tuvo que enfrentarse con el poder diez
veces más fuerte de Rusia.

La nobleza polaca ha sido incapaz para mantener, y lo
será también para restaurar, la independencia de
Polonia. La burguesía va sintiéndose cada vez menos
interesada en este asunto.  La independencia polaca
sólo podrá ser conquistada por el proletariado
joven, en cuyas manos está la realización de esa
esperanza.  He ahí por qué los obreros del
occidente de Europa no están menos interesados en la
liberación de Polonia que los obreros polacos mismos.

Londres, 10 de febrero 1892.

    F. ENGELS

 

5 PRÓLOGO DE ENGELS A LA EDICIÓN ITALIANA DE
1893

La publicación del Manifiesto del Partido Comunista
coincidió (si puedo expresarme así), con el momento
en que estallaban las revoluciones de Milán y de
Berlín, dos revoluciones que eran el alzamiento de dos
pueblos: uno enclavado en el corazón
del continente europeo y el otro tendido en las costas del mar
Mediterráneo.  Hasta ese momento, estos dos pueblos,
desgarrados por luchas intestinas y guerras
civiles, habían sido presa fácil de opresores
extranjeros.  Y del mismo modo que Italia estaba sujeta al
dominio del
emperador de Austria, Alemania vivía, aunque esta
sujeción fuese menos patente, bajo el yugo del zar de
todas las Rusias.  La revolución del 18 de marzo
emancipó a Italia y Alemania al mismo tiempo de este
vergonzoso estado de cosas.  Si después, durante el
período que va de 1848 a 1871, estas dos grandes naciones
permitieron que la vieja situación fuese restaurada,
haciendo hasta cierto punto de "traidores de sí mismas",
se debió (como dijo Marx) a que los mismos que
habían inspirado la revolución de 1848 se
convirtieron, a despecho suyo, en sus verdugos.

La revolución fue en todas partes obra de las clases
trabajadoras: fueron los obreros quienes levantaron las
barricadas y dieron sus vidas luchando por la causa.  Sin
embargo, solamente los obreros de París, después de
derribar el Gobierno, tenían la firme y decidida
intención de derribar con él a todo el
régimen burgués.  Pero, aunque abrigaban una
conciencia muy clara del antagonismo irreductible que se alzaba
entre su propia clase y la burguesía, el desarrollo
económico del país y el desarrollo intelectual
de las masas obreras francesas no habían alcanzado
todavía el nivel necesario para que pudiese triunfar una
revolución socialista.  Por eso, a la postre, los
frutos de la revolución cayeron en el regazo de la clase
capitalista.  En otros países, como en Italia,
Austria y Alemania, los obreros se limitaron desde el primer
momento de la revolución a ayudar a la burguesía a
tomar el Poder.  En cada uno de estos países el
gobierno de la burguesía sólo podía triunfar
bajo la condición de la independencia nacional. 
Así se explica que las revoluciones del año 1848
condujesen inevitablemente a la unificación de los pueblos
dentro de las fronteras nacionales y a su emancipación del
yugo extranjero, condiciones que, hasta allí, no
habían disfrutado.  Estas condiciones son hoy
realidad en Italia, en Alemania y en Hungría.  Y a
estos países seguirá Polonia cuando la hora
llegue.

Aunque las revoluciones de 1848 no tenían carácter socialista, prepararon, sin
embargo, el terreno para el advenimiento de la revolución
del socialismo. Gracias al poderoso impulso que estas
revoluciones imprimieron a la gran producción en todos los países, la
sociedad burguesa ha ido creando durante los últimos
cuarenta y cinco años un vasto, unido y potente
proletariado, engendrando con él (como dice el Manifiesto
Comunista) a sus propios enterradores.  La
unificación internacional del proletariado no hubiera sido
posible, ni la colaboración sobria y deliberada de estos
países en el logro de fines generales, si antes no
hubiesen conquistado la unidad y la independencia nacionales, si
hubiesen seguido manteniéndose dentro del aislamiento.

Intentemos representarnos, si podemos, el papel que hubieran
hecho los obreros italianos, húngaros, alemanes, polacos y
rusos luchando por su unión internacional bajo las
condiciones políticas que prevalecían hacia el
año 1848.

Las batallas reñidas en el 48 no fueron, pues,
reñidas en balde. Ni han sido vividos tampoco en balde los
cuarenta y cinco años que nos separan de la época
revolucionaria.  Los frutos de aquellos días empiezan
a madurar, y hago votos porque la publicación de esta
traducción italiana del Manifiesto sea heraldo del triunfo
del proletariado italiano, como la publicación del
texto
primitivo lo fue de la revolución internacional.

El Manifiesto rinde el debido homenaje a los servicios
revolucionarios prestados en otro tiempo por el capitalismo.  Italia fue la primera nación
que se convirtió en país capitalista.  El
ocaso de la Edad Media
feudal y la aurora de la época capitalista
contemporánea vieron aparecer en escena una figura
gigantesca. Dante fue al mismo tiempo el último poeta de
la Edad Media y el primer poeta de la nueva era.  Hoy, como
en 1300, se alza en el horizonte una nueva época.
¿Dará Italia al mundo otro Dante, capaz de cantar
el nacimiento de la nueva era, de la era proletaria?

Londres, 1 de febrero de 1893.

     F. ENGELS

Manifiesto del
Partido Comunista
Por K. Marx & F. Engels

Un espectro se cierne sobre Europa: el espectro del comunismo.
Contra este espectro se han conjurado en santa jauría
todas las potencias de la vieja Europa, el Papa y el zar,
Metternich y Guizot, los radicales franceses y los polizontes
alemanes.

No hay un solo partido de oposición a quien los
adversarios gobernantes no motejen de comunista, ni un solo
partido de oposición que no lance al rostro de las
oposiciones más avanzadas, lo mismo que a los enemigos
reaccionarios, la acusación estigmatizante de
comunismo.

De este hecho se desprenden dos consecuencias:

La primera es que el comunismo se halla ya reconocido como una
potencia por
todas las potencias europeas.

La segunda, que es ya hora de que los comunistas expresen a la
luz del día y ante el mundo entero sus ideas, sus
tendencias, sus aspiraciones, saliendo así al paso de esa
leyenda del espectro comunista con un manifiesto de su
partido.

Con este fin se han congregado en Londres  los
representantes comunistas de diferentes países y redactado
el siguiente Manifiesto, que aparecerá en lengua inglesa,
francesa, alemana, italiana, flamenca y danesa.

  I BURGUESES Y
PROLETARIOS

Toda la historia de la sociedad humana, hasta la actualidad ,
es una historia de luchas de clases.

Libres y esclavos, patricios y plebeyos, barones y siervos de
la gleba, maestros y oficiales; en una palabra, opresores y
oprimidos, frente a frente siempre, empeñados en una lucha
ininterrumpida, velada unas veces, y otras franca y abierta, en
una lucha que conduce en cada etapa a la transformación
revolucionaria de todo el régimen social o al exterminio
de ambas clases beligerantes.

En los tiempos históricos nos encontramos a la sociedad
dividida casi por doquier en una serie de estamentos , dentro de
cada uno de los cuales reina, a su vez, una nueva
jerarquía social de grados y posiciones.  En la
Roma antigua son
los patricios, los équites, los plebeyos, los esclavos; en
la Edad Media, los señores feudales, los vasallos, los
maestros y los oficiales de los gremios, los siervos de la gleba,
y dentro de cada una de esas clases todavía nos
encontramos con nuevos matices y gradaciones.

La moderna sociedad burguesa que se alza sobre las ruinas de
la sociedad feudal no ha abolido los antagonismos de clase. 
Lo que ha hecho ha sido crear nuevas clases, nuevas condiciones
de opresión, nuevas modalidades de lucha, que han venido a
sustituir a las antiguas.

Sin embargo, nuestra época, la época de la
burguesía, se caracteriza por haber simplificado estos
antagonismos de clase.  Hoy, toda la sociedad tiende a
separarse, cada vez más abiertamente, en dos grandes
campos enemigos, en dos grandes clases antagónicas: la
burguesía y el proletariado.

De los siervos de la gleba de la Edad Media surgieron los
"villanos" de las primeras ciudades; y estos villanos fueron el
germen de donde brotaron los primeros elementos de la
burguesía.

El descubrimiento de
América, la circunnavegación de Africa abrieron
nuevos horizontes e imprimieron nuevo impulso a la
burguesía.  El mercado de
China y de las
Indias orientales, la colonización de América, el
intercambio con las colonias, el incremento de los medios de
cambio y de las mercaderías en general, dieron al comercio, a la
navegación, a la industria, un empuje jamás
conocido, atizando con ello el elemento revolucionario que se
escondía en el seno de la sociedad feudal en
descomposición.

El régimen feudal o gremial de producción que
seguía imperando no bastaba ya para cubrir las necesidades
que abrían los nuevos mercados.  Vino a ocupar su
puesto la manufactura.  Los maestros de los gremios se
vieron desplazados por la clase media industrial, y la
división del trabajo entre las diversas corporaciones fue
suplantada por la división del trabajo dentro de cada
taller.

Pero los mercados seguían dilatándose, las
necesidades seguían creciendo.  Ya no bastaba tampoco
la manufactura. El invento del vapor y la maquinaria vinieron a
revolucionar el régimen industrial de
producción.  La manufactura cedió el puesto a
la gran industria moderna, y la clase media industrial hubo de
dejar paso a los magnates de la industria, jefes de grandes
ejércitos industriales, a los burgueses modernos.

La gran industria creó el mercado mundial, ya preparado
por el descubrimiento de América.  El mercado mundial
imprimió un gigantesco impulso al comercio, a la
navegación, a las comunicaciones
por tierra.  A su vez, estos, progresos redundaron
considerablemente en provecho de la industria, y en la misma
proporción en que se dilataban la industria, el comercio,
la navegación, los ferrocarriles, se desarrollaba la
burguesía, crecían sus capitales, iba desplazando y
esfumando a todas las clases heredadas de la Edad Media.

Vemos, pues, que la moderna burguesía es, como lo
fueron en su tiempo las otras clases, producto de un
largo proceso histórico, fruto de una serie de
transformaciones radicales operadas en el régimen de
cambio y de producción.

A cada etapa de avance recorrida por la burguesía
corresponde una nueva etapa de progreso político. 
Clase oprimida bajo el mando de los señores feudales, la
burguesía forma en la "comuna"  una asociación
autónoma y armada para la defensa de sus intereses; en
unos sitios se organiza en repúblicas municipales
independientes; en otros forma el tercer estado tributario de las
monarquías; en la época de la manufactura es el
contrapeso de la nobleza dentro de la monarquía feudal o absoluta y el fundamento
de las grandes monarquías en general, hasta que, por
último, implantada la gran industria y abiertos los cauces
del mercado mundial, se conquista la
hegemonía política y crea el moderno Estado
representativo.  Hoy, el Poder público viene a ser,
pura y simplemente, el Consejo de administración que rige los intereses
colectivos de la clase burguesa.

La burguesía ha desempeñado, en el transcurso de
la historia, un papel verdaderamente revolucionario.

Dondequiera que se instauró, echó por tierra
todas las instituciones
feudales, patriarcales e idílicas. Desgarró
implacablemente los abigarrados lazos feudales que unían
al hombre con sus
superiores naturales y no dejó en pie más
vínculo que el del interés
escueto, el del dinero
contante y sonante, que no tiene entrañas. 
Echó por encima del santo temor de Dios, de la
devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco
y la tímida melancolía del buen burgués, el
jarro de agua helada de
sus cálculos egoístas.  Enterró la
dignidad
personal bajo el dinero y
redujo todas aquellas innumerables libertades escrituradas y bien
adquiridas a una única libertad: la
libertad ilimitada de comerciar.  Sustituyó, para
decirlo de una vez, un régimen de explotación,
velado por los cendales de las ilusiones políticas y
religiosas, por un régimen franco, descarado, directo,
escueto, de explotación.

La burguesía despojó de su halo de santidad a
todo lo que antes se tenía por venerable y digno de
piadoso acontecimiento. Convirtió en sus servidores
asalariados al médico, al jurista, al poeta, al sacerdote,
al hombre de ciencia.

La burguesía desgarró los velos emotivos y
sentimentales que envolvían la familia y
puso al desnudo la realidad económica de las relaciones
familiares .

La burguesía vino a demostrar que aquellos alardes de
fuerza bruta que la reacción tanto admira en la Edad Media
tenían su complemento cumplido en la haraganería
más indolente.  Hasta que ella no lo reveló no
supimos cuánto podía dar de sí el trabajo del
hombre.  La burguesía ha producido maravillas mucho
mayores que las pirámides de Egipto, los
acueductos romanos y las catedrales góticas; ha acometido
y dado cima a empresas mucho
más grandiosas que las emigraciones de los pueblos y las
cruzadas.

La burguesía no puede existir si no es revolucionando
incesantemente los instrumentos de la producción, que
tanto vale decir el sistema todo de
la producción, y con él todo el régimen
social.  Lo contrario de cuantas clases
sociales la precedieron, que tenían todas por
condición primaria de vida la intangibilidad del
régimen de producción vigente.  La
época de la burguesía se caracteriza y distingue de
todas las demás por el constante y agitado desplazamiento
de la producción, por la conmoción ininterrumpida
de todas las relaciones sociales, por una inquietud y una
dinámica incesantes.  Las relaciones
inconmovibles y mohosas del pasado, con todo su séquito de ideas
y creencias viejas y venerables, se derrumban, y las nuevas
envejecen antes de echar raíces.  Todo lo que se
creía permanente y perenne se esfuma, lo santo es
profanado, y, al fin, el hombre se
ve constreñido, por la fuerza de las cosas, a contemplar
con mirada fría su vida y sus relaciones con los
demás.

La necesidad de encontrar mercados espolea a la
burguesía de una punta o otra del planeta. Por todas
partes anida, en todas partes construye, por doquier establece
relaciones.

La burguesía, al explotar el mercado mundial, da a la
producción y al consumo de
todos los países un sello cosmopolita. Entre los lamentos
de los reaccionarios destruye los cimientos nacionales de la
industria. Las viejas industrias
nacionales se vienen a tierra, arrolladas por otras nuevas, cuya
instauración es problema vital para todas las naciones
civilizadas; por industrias que ya no transforman como antes las
materias primas del país, sino las traídas de los
climas más lejanos y cuyos productos encuentran salida no
sólo dentro de las fronteras, sino en todas las partes del
mundo.  Brotan necesidades nuevas que ya no bastan a
satisfacer, como en otro tiempo, los frutos del país, sino
que reclaman para su satisfacción los productos de tierras
remotas. Ya no reina aquel mercado local y nacional que se
bastaba así mismo y donde no entraba nada de fuera; ahora,
la red del comercio
es universal y en ella entran, unidas por vínculos de
interdependencia, todas las naciones. Y lo que acontece con la
producción material, acontece también con la del
espíritu. Los productos espirituales de las diferentes
naciones vienen a formar un acervo común.  Las
limitaciones y peculiaridades del carácter nacional van
pasando a segundo plano, y las literaturas locales y nacionales
confluyen todas en una literatura universal.

La burguesía, con el rápido perfeccionamiento de
todos los medios de producción, con las facilidades
increíbles de su red de comunicaciones, lleva la
civilización hasta a las naciones más salvajes. El
bajo precio de sus
mercancías es la artillería pesada con la que
derrumba todas las murallas de la China, con la que obliga a
capitular a las tribus bárbaras más ariscas en su
odio contra el extranjero. Obliga a todas las naciones a abrazar
el régimen de producción de la burguesía o
perecer; las obliga a implantar en su propio seno la llamada
civilización, es decir, a hacerse burguesas.  Crea un
mundo hecho a su imagen y
semejanza.

La burguesía somete el campo al imperio de la
ciudad.  Crea ciudades enormes, intensifica la población urbana en una fuerte
proporción respecto a la campesina y arranca a una parte
considerable de la gente del campo al cretinismo de la vida
rural.  Y del mismo modo que somete el campo a la ciudad,
somete los pueblos bárbaros y semibárbaros a las
naciones civilizadas, los pueblos campesinos a los pueblos
burgueses, el Oriente al Occidente.

La burguesía va aglutinando cada vez más los
medios de producción, la propiedad y los habitantes del
país.  Aglomera la población, centraliza los
medios de producción y concentra en manos de unos cuantos
la propiedad.  Este proceso tenía que conducir, por
fuerza lógica,
a un régimen de centralización política. 
Territorios antes independientes, apenas aliados, con intereses
distintos, distintas leyes, gobiernos
autónomos y líneas aduaneras propias, se asocian y
refunden en una nación
única, bajo un Gobierno, una ley, un interés
nacional de clase y una sola línea aduanera.

En el siglo corto que lleva de existencia como clase soberana,
la burguesía ha creado energías productivas mucho
más grandiosas y colosales que todas las pasadas
generaciones juntas. Basta pensar en el sometimiento de las
fuerzas naturales por la mano del hombre, en la maquinaria, en la
aplicación de la química a la
industria y la agricultura, en la navegación de vapor, en
los ferrocarriles, en el telégrafo eléctrico, en la
roturación de continentes enteros, en los ríos
abiertos a la navegación, en los nuevos pueblos que
brotaron de la tierra como por ensalmo… ¿Quién,
en los pasados siglos, pudo sospechar siquiera que en el regazo
de la sociedad fecundada por el trabajo del hombre yaciesen
soterradas tantas y tales energías y elementos de
producción?

Hemos visto que los medios de producción y de transporte
sobre los cuales se desarrolló la burguesía
brotaron en el seno de la sociedad feudal.  Cuando estos
medios de transporte y de producción alcanzaron una
determinada fase en su desarrollo, resultó que las
condiciones en que la sociedad feudal producía y
comerciaba, la
organización feudal de la agricultura y la
manufactura, en una palabra, el régimen feudal de la
propiedad, no correspondían ya al estado progresivo de las
fuerzas productivas.  Obstruían la producción
en vez de fomentarla. Se habían convertido en otras tantas
trabas para su desenvolvimiento.  Era menester hacerlas
saltar, y saltaron.

Vino a ocupar su puesto la libre concurrencia, con la constitución política y social a
ella adecuada, en la que se revelaba ya la hegemonía
económica y política de la clase burguesa.

Pues bien: ante nuestros ojos se desarrolla hoy un
espectáculo semejante.  Las condiciones de
producción y de cambio de la burguesía, el
régimen burgués de la propiedad, la moderna
sociedad burguesa, que ha sabido hacer brotar como por encanto
tan fabulosos medios de producción y de transporte,
recuerda al brujo impotente para dominar los espíritus
subterráneos que conjuró. 
Desde hace varias décadas, la historia de la industria y
del comercio no es más que la historia de las modernas
fuerzas productivas que se rebelan contra el régimen
vigente de producción, contra el régimen de la
propiedad, donde residen las condiciones de vida y de predominio
político de la burguesía.  Basta mencionar las
crisis
comerciales, cuya periódica reiteración supone un
peligro cada vez mayor para la existencia de la sociedad burguesa
toda. Las crisis comerciales, además de destruir una gran
parte de los productos elaborados, aniquilan una parte
considerable de las fuerzas productivas existentes.  En esas
crisis se desata una epidemia social que a cualquiera de las
épocas anteriores hubiera parecido absurda e inconcebible:
la epidemia de la superproducción. La sociedad se ve
retrotraída repentinamente a un estado de barbarie
momentánea; se diría que una plaga de hambre o una
gran guerra aniquiladora la han dejado esquilmado, sin recursos para
subsistir; la industria, el comercio están a punto de
perecer. ¿Y todo por qué?  Porque la sociedad
posee demasiada civilización, demasiados recursos,
demasiada industria, demasiado comercio.  Las fuerzas
productivas de que dispone no sirven ya para fomentar el
régimen burgués de la propiedad; son ya demasiado
poderosas para servir a este régimen, que embaraza su
desarrollo.  Y tan pronto como logran vencer este
obstáculo, siembran el desorden en la sociedad burguesa,
amenazan dar al traste con el régimen burgués de la
propiedad. Las condiciones sociales burguesas resultan ya
demasiado angostas para abarcar la riqueza por ellas engendrada.
¿Cómo se sobrepone a las crisis la
burguesía?  De dos maneras: destruyendo violentamente
una gran masa de fuerzas productivas y conquistándose
nuevos mercados, a la par que procurando explotar más
concienzudamente los mercados antiguos.  Es decir, que
remedia unas crisis preparando otras más extensas e
imponentes y mutilando los medios de que dispone para
precaverlas.

Las armas con que la
burguesía derribó al feudalismo se
vuelven ahora contra ella.

Y la burguesía no sólo forja las armas que han
de darle la muerte,
sino que, además, pone en pie a los hombres llamados a
manejarlas: estos hombres son los obreros, los proletarios.

En la misma proporción en que se desarrolla la
burguesía, es decir, el capital, desarrollase
también el proletariado, esa clase obrera moderna que
sólo puede vivir encontrando trabajo y que sólo
encuentra trabajo en la medida en que éste alimenta a
incremento el capital.  El obrero, obligado a venderse a
trozos, es una mercancía como otra cualquiera, sujeta, por
tanto, a todos los cambios y modalidades de la concurrencia, a
todas las fluctuaciones del mercado.

La extensión de la maquinaria y la división del
trabajo quitan a éste, en el régimen proletario
actual, todo carácter autónomo, toda libre
iniciativa y todo encanto para el obrero. El trabajador se
convierte en un simple resorte de la máquina, del que
sólo se exige una operación mecánica, monótona, de fácil
aprendizaje.
Por eso, los gastos que supone
un obrero se reducen, sobre poco más o menos, al
mínimo de lo que necesita para vivir y para perpetuar su
raza.  Y ya se sabe que el precio de una mercancía, y
como una de tantas el trabajo , equivale a su coste de
producción.  Cuanto más repelente es el
trabajo, tanto más disminuye el salario pagado al
obrero. Más aún: cuanto más aumentan la
maquinaria y la división del trabajo, tanto más
aumenta también éste, bien porque se alargue la
jornada, bien porque se intensifique el rendimiento exigido, se
acelere la marcha de las máquinas,
etc.

La industria moderna ha convertido el pequeño taller
del maestro patriarcal en la gran fábrica del magnate
capitalista.  Las masas obreras concentradas en la
fábrica son sometidas a una organización y disciplina
militares.  Los obreros, soldados rasos de la industria,
trabajan bajo el mando de toda una jerarquía de sargentos,
oficiales y jefes.  No son sólo siervos de la
burguesía y del Estado burgués, sino que
están todos los días y a todas horas bajo el yugo
esclavizador de la máquina, del contramaestre, y sobre
todo, del industrial burgués dueño de la
fábrica. Y este despotismo es tanto más mezquino,
más execrable, más indignante, cuanta mayor es la
franqueza con que proclama que no tiene otro fin que el
lucro.

Cuanto menores son la habilidad y la fuerza que reclama el
trabajo manual, es decir,
cuanto mayor es el desarrollo adquirido por la moderna industria,
también es mayor la proporción en que el trabajo de
la mujer y el
niño desplaza al del hombre.  Socialmente, ya no
rigen para la clase obrera esas diferencias de edad y de sexo
Son todos, hombres, mujeres y niños,
meros instrumentos de trabajo, entre los cuales no hay más
diferencia que la del coste.

Y cuando ya la explotación del obrero por el fabricante
ha dado su fruto y aquél recibe el salario, caen sobre
él los otros representantes de la burguesía: el
casero, el tendero, el prestamista, etc.

Toda una serie de elementos modestos que venían
perteneciendo a la clase media, pequeños industriales,
comerciantes y rentistas, artesanos y labriegos, son absorbidos
por el proletariado; unos, porque su pequeño caudal no
basta para alimentar las exigencias de la gran industria y
sucumben arrollados por la competencia de
los capitales más fuertes, y otros porque sus aptitudes
quedan sepultadas bajo los nuevos progresos de la
producción.  Todas las clases sociales contribuyen,
pues, a nutrir las filas del proletariado.

El proletariado recorre diversas etapas antes de fortificarse
y consolidarse.  Pero su lucha contra la burguesía
data del instante mismo de su existencia.

Al principio son obreros aislados; luego, los de una
fábrica; luego, los de todas una rama de trabajo, los que
se enfrentan, en una localidad, con el burgués que
personalmente los explota.  Sus ataques no van sólo
contra el régimen burgués de producción, van
también contra los propios instrumentos de la
producción; los obreros, sublevados, destruyen las
mercancías ajenas que les hacen la competencia, destrozan
las máquinas, pegan fuego a las fábricas, pugnan
por volver a la situación, ya enterrada, del obrero
medieval.

En esta primera etapa, los obreros forman una masa diseminada
por todo el país y desunida por la concurrencia. Las
concentraciones de masas de obreros no son todavía fruto
de su propia unión, sino fruto de la unión de la
burguesía, que para alcanzar sus fines políticos
propios tiene que poner en movimiento -cosa que todavía
logra- a todo el proletariado. En esta etapa, los proletarios no
combaten contra sus enemigos, sino contra los enemigos de sus
enemigos, contra los vestigios de la monarquía absoluta,
los grandes señores de la tierra, los burgueses no
industriales, los pequeños burgueses. La marcha de la
historia está toda concentrada en manos de la
burguesía, y cada triunfo así alcanzado es un
triunfo de la clase burguesa.

Sin embargo, el desarrollo de la industria no sólo
nutre las filas del proletariado, sino que las aprieta y
concentra; sus fuerzas crecen, y crece también la
conciencia de ellas.  Y al paso que la maquinaria va
borrando las diferencias y categorías en el trabajo y
reduciendo los salarios casi en
todas partes a un nivel bajísimo y uniforme, van
nivelándose también los intereses y las condiciones
de vida dentro del proletariado.  La competencia, cada vez
más aguda, desatada entre la burguesía, y las
crisis comerciales que desencadena, hacen cada vez más
inseguro el salario del obrero; los progresos incesantes y cada
día más veloces del maquinismo aumentan
gradualmente la inseguridad de
su existencia; las colisiones entre obreros y burgueses aislados
van tomando el carácter, cada vez más
señalado, de colisiones entre dos clases.  Los
obreros empiezan a coaligarse contra los burgueses, se asocian y
unen para la defensa de sus salarios. Crean organizaciones
permanentes para pertrecharse en previsión de posibles
batallas. De vez en cuando estallan revueltas y
sublevaciones.

Los obreros arrancan algún triunfo que otro, pero
transitorio siempre. El verdadero objetivo de estas luchas no es
conseguir un resultado inmediato, sino ir extendiendo y
consolidando la unión obrera.  Coadyuvan a ello los
medios cada vez más fáciles de comunicación, creados por la gran industria
y que sirven para poner en contacto a los obreros de las diversas
regiones y localidades.  Gracias a este contacto, las
múltiples acciones
locales, que en todas partes presentan idéntico
carácter, se convierten en un movimiento nacional, en una
lucha de clases.  Y toda lucha de clases es una
acción política.  Las ciudades de la Edad
Media, con sus caminos vecinales, necesitaron siglos enteros para
unirse con las demás; el proletariado moderno, gracias a
los ferrocarriles, ha creado su unión en unos cuantos
años.

Esta organización de los proletarios como clase, que
tanto vale decir como partido político, se ve minada a
cada momento por la concurrencia desatada entre los propios
obreros.  Pero avanza y triunfa siempre, a pesar de todo,
cada vez más fuerte, más firme, más
pujante.  Y aprovechándose de las discordias que
surgen en el seno de la burguesía, impone la
sanción legal de sus intereses propios.  Así
nace en Inglaterra la ley de la jornada de diez horas.

Las colisiones producidas entre las fuerzas de la antigua
sociedad imprimen nuevos impulsos al proletariado. La
burguesía lucha incesantemente: primero, contra la
aristocracia; luego, contra aquellos sectores de la propia
burguesía cuyos intereses chocan con los progresos de la
industria, y siempre contra la burguesía de los
demás países. Para librar estos combates no tiene
más remedio que apelar al proletariado, reclamar su
auxilio, arrastrándolo así a la palestra
política. Y de este modo, le suministra elementos de
fuerza, es decir, armas contra sí misma.

Además, como hemos visto, los progresos de la industria
traen a las filas proletarias a toda una serie de elementos de la
clase gobernante, o a lo menos los colocan en las mismas
condiciones de vida. Y estos elementos suministran al
proletariado nuevas fuerzas.

Finalmente, en aquellos períodos en que la lucha de
clases está a punto de decidirse, es tan violento y tan
claro el proceso de desintegración de la clase gobernante
latente en el seno de la sociedad antigua, que una pequeña
parte de esa clase se desprende de ella y abraza la causa
revolucionaria, pasándose a la clase que tiene en sus
manos el porvenir.  Y así como antes una parte de la
nobleza se pasaba a la burguesía, ahora una parte de la
burguesía se pasa al campo del proletariado; en este
tránsito rompen la marcha los intelectuales
burgueses, que, analizando teóricamente el curso de la
historia, han logrado ver claro en sus derroteros.

De todas las clases que hoy se enfrentan con la
burguesía no hay más que una verdaderamente
revolucionaria: el proletariado.  Las demás perecen y
desaparecen con la gran industria; el proletariado, en cambio, es
su producto genuino y peculiar.

Los elementos de las clases medias, el pequeño
industrial, el pequeño comerciante, el artesano, el
labriego, todos luchan contra la burguesía para salvar de
la ruina su existencia como tales clases. No son, pues,
revolucionarios, sino conservadores.  Más
todavía, reaccionarios, pues pretenden volver atrás
la rueda de la historia.  Todo lo que tienen de
revolucionario es lo que mira a su tránsito inminente al
proletariado; con esa actitud no defienden sus intereses
actuales, sino los futuros; se despojan de su posición
propia para abrazar la del proletariado.

El proletariado andrajoso , esa putrefacción pasiva de
las capas más bajas de la vieja sociedad, se verá
arrastrado en parte al movimiento por una revolución
proletaria, si bien las condiciones todas de su vida lo hacen
más propicio a dejarse comprar como instrumento de manejos
reaccionarios.

Las condiciones de vida de la vieja sociedad aparecen ya
destruidas en las condiciones de vida del proletariado.  El
proletario carece de bienes
Sus relaciones con la mujer y con los
hijos no tienen ya nada de común con las relaciones
familiares burguesas; la producción industrial moderna, el
moderno yugo del capital, que es el mismo en Inglaterra que en
Francia, en Alemania que en Norteamérica, borra en
él todo carácter nacional.  Las leyes,
la moral, la
religión,
son para él otros tantos prejuicios burgueses tras los que
anidan otros tantos intereses de la burguesía.  Todas
las clases que le precedieron y conquistaron el Poder procuraron
consolidar las posiciones adquiridas sometiendo a la sociedad
entera a su régimen de adquisición.  Los
proletarios sólo pueden conquistar para sí las
fuerzas sociales de la producción aboliendo el
régimen adquisitivo a que se hallan sujetos, y con
él todo el régimen de apropiación de la
sociedad.  Los proletarios no tienen nada propio que
asegurar, sino destruir todos los aseguramientos y seguridades
privadas de los demás.

Hasta ahora, todos los movimientos sociales habían sido
movimientos desatados por una minoría o en interés
de una minoría.  El movimiento proletario es el
movimiento autónomo de una inmensa mayoría en
interés de una mayoría inmensa.  El
proletariado, la capa más baja y oprimida de la sociedad
actual, no puede levantarse, incorporarse, sin hacer saltar,
hecho añicos desde los cimientos hasta el remate, todo ese
edificio que forma la sociedad oficial.

Por su forma, aunque no por su contenido, la campaña
del proletariado contra la burguesía empieza siendo
nacional.  Es lógico que el proletariado de cada
país ajuste ante todo las cuentas con su
propia burguesía.

Al esbozar, en líneas muy generales, las diferentes
fases de desarrollo del proletariado, hemos seguido las
incidencias de la guerra civil más o menos embozada que se
plantea en el seno de la sociedad vigente hasta el momento en que
esta guerra civil desencadena una revolución abierta y
franca, y el proletariado, derrocando por la violencia a la
burguesía, echa las bases de su poder.

Hasta hoy, toda sociedad descansó, como hemos visto, en
el antagonismo entre las clases oprimidas y las opresoras. 
Mas para poder oprimir a una clase es menester asegurarle, por lo
menos, las condiciones indispensables de vida, pues de otro modo
se extinguiría, y con ella su esclavizamiento. El siervo
de la gleba se vio exaltado a miembro del municipio sin salir de
la servidumbre, como el villano convertido en burgués bajo
el yugo del absolutismo
feudal.  La situación del obrero moderno es muy
distinta, pues lejos de mejorar conforme progresa la industria,
decae y empeora por debajo del nivel de su propia clase. El
obrero se depaupera, y el pauperismo se desarrolla en
proporciones mucho mayores que la población y la
riqueza.  He ahí una prueba palmaria de la
incapacidad de la burguesía para seguir gobernando la
sociedad e imponiendo a ésta por norma las condiciones de
su vida como clase.  Es incapaz de gobernar, porque es
incapaz de garantizar a sus esclavos la existencia ni aun dentro
de su esclavitud,
porque se ve forzada a dejarlos llegar hasta una situación
de desamparo en que no tiene más remedio que mantenerles,
cuando son ellos quienes debieran mantenerla a ella.  La
sociedad no puede seguir viviendo bajo el imperio de esa clase;
la vida de la burguesía se ha hecho incompatible con la
sociedad.

La existencia y el predominio de la clase burguesa tienen por
condición esencial la concentración de la riqueza
en manos de unos cuantos individuos, la formación e
incremento constante del capital; y éste, a su vez, no
puede existir sin el trabajo asalariado.  El trabajo
asalariado Presupone, inevitablemente, la concurrencia de los
obreros entre sí.  Los progresos de la industria, que
tienen por cauce automático y espontáneo a la
burguesía, imponen, en vez del aislamiento de los obreros
por la concurrencia, su unión revolucionaria por la
organización.  Y así, al desarrollarse la gran
industria, la burguesía ve tambalearse bajo sus pies las
bases sobre que produce y se apropia lo producido. Y a la par que
avanza, se cava su fosa y cría a sus propios
enterradores.  Su muerte y el
triunfo del proletariado sin igualmente inevitables.  

 

II PROLETARIOS Y
COMUNISTAS

 

¿Qué relación guardan los comunistas con
los proletarios en general?

Los comunistas no forman un partido aparte de los demás
partidos obreros.

No tienen intereses propios que se distingan de los intereses
generales del proletariado. No profesan principios especiales con
los que aspiren a modelar el movimiento proletario.

Los comunistas no se distinguen de los demás partidos
proletarios más que en esto: en que destacan y reivindican
siempre, en todas y cada una de las acciones nacionales
proletarias, los intereses comunes y peculiares de todo el
proletariado, independientes de su nacionalidad,
y en que, cualquiera que sea la etapa histórica en que se
mueva la lucha entre el proletariado y la burguesía,
mantienen siempre el interés del movimiento enfocado en su
conjunto.

Los comunistas son, pues, prácticamente, la parte
más decidida, el acicate siempre en tensión de
todos los partidos obreros del mundo; teóricamente, llevan
de ventaja a las grandes masas del proletariado su clara
visión de las condiciones, los derroteros y los resultados
generales a que ha de abocar el movimiento proletario.

El objetivo inmediato de los comunistas es idéntico al
que persiguen los demás partidos proletarios en general:
formar la conciencia de clase del proletariado, derrocar el
régimen de la burguesía, llevar al proletariado a
la conquista del Poder.

Las proposiciones teóricas de los comunistas no
descansan ni mucho menos en las ideas, en los principios forjados
o descubiertos por ningún redentor de la humanidad. 
Son todas expresión generalizada de las condiciones
materiales de
una lucha de clases real y vívida, de un movimiento
histórico que se está desarrollando a la vista de
todos. La abolición del régimen vigente de la
propiedad no es tampoco ninguna característica peculiar
del comunismo.

Las condiciones que forman el régimen de la propiedad
han estado sujetas siempre a cambios históricos, a
alteraciones históricas constantes.

Así, por ejemplo, la Revolución
francesa abolió la propiedad feudal para instaurar
sobre sus ruinas la propiedad burguesa.

Lo que caracteriza al comunismo no es la abolición de
la propiedad en general, sino la abolición del
régimen de propiedad de la burguesía, de esta
moderna institución de la propiedad privada burguesa,
expresión última y la más acabada de ese
régimen de producción y apropiación de lo
producido que reposa sobre el antagonismo de dos clases, sobre la
explotación de unos hombres por otros.

Así entendida, sí pueden los comunistas resumir
su teoría
en esa fórmula: abolición de la propiedad
privada.

Se nos reprocha que queremos destruir la propiedad personal
bien adquirida, fruto del trabajo y del esfuerzo humano, esa
propiedad que es para el hombre la base de toda libertad, el
acicate de todas las actividades y la garantía de toda
independencia.

¡La propiedad bien adquirida, fruto del trabajo y del
esfuerzo humano! ¿Os referís acaso a la propiedad
del humilde artesano, del pequeño labriego, precedente
histórico de la propiedad burguesa?  No, ésa
no necesitamos destruirla; el desarrollo de la industria lo ha
hecho ya y lo está haciendo a todas horas.

¿O queréis referimos a la moderna propiedad
privada de la burguesía?

Decidnos: ¿es que el trabajo asalariado, el trabajo de
proletario, le rinde propiedad?  No, ni mucho menos. 
Lo que rinde es capital, esa forma de propiedad que se nutre de
la explotación del trabajo asalariado, que sólo
puede crecer y multiplicarse a condición de engendrar
nuevo trabajo asalariado para hacerlo también objeto de su
explotación.  La propiedad, en la forma que hoy
presenta, no admite salida a este antagonismo del capital y el
trabajo asalariado. Detengámonos un momento a contemplar
los dos términos de la antítesis.

Ser capitalista es ocupar un puesto, no simplemente personal,
sino social, en el proceso de la producción.  El
capital es un producto colectivo y no puede ponerse en marcha
más que por la cooperación de muchos individuos, y
aún cabría decir que, en rigor, esta
cooperación abarca la actividad común de todos los
individuos de la sociedad.  El capital no es, pues, un
patrimonio
personal, sino una potencia social.

Los que, por tanto, aspiramos a convertir el capital en
propiedad colectiva, común a todos los miembros de la
sociedad, no aspiramos a convertir en colectiva una riqueza
personal. A lo único que aspiramos es a transformar el
carácter colectivo de la propiedad, a despojarla de su
carácter de clase.

Hablemos ahora del trabajo asalariado.

El precio medio del trabajo asalariado es el mínimo del
salario, es decir, la suma de víveres necesaria para
sostener al obrero como tal obrero.  Todo lo que el obrero
asalariado adquiere con su trabajo es, pues, lo que estrictamente
necesita para seguir viviendo y trabajando.  Nosotros no
aspiramos en modo alguno a destruir este régimen de
apropiación personal de los productos de un trabajo
encaminado a crear medios de vida: régimen de
apropiación que no deja, como vemos, el menor margen de
rendimiento líquido y, con él, la posibilidad de
ejercer influencia sobre los demás hombres.  A lo que
aspiramos es a destruir el carácter oprobioso de este
régimen de apropiación en que el obrero sólo
vive para multiplicar el capital, en que vive tan sólo en
la medida en que el interés de la clase dominante aconseja
que viva.

En la sociedad burguesa, el trabajo vivo del hombre no es
más que un medio de incrementar el trabajo
acumulado.  En la sociedad comunista, el trabajo acumulado
será, por el contrario, un simple medio para dilatar,
fomentar y enriquecer la vida del obrero.

En la sociedad burguesa es, pues, el pasado el que impera
sobre el presente; en la comunista, imperará el presente
sobre el pasado.  En la sociedad burguesa se reserva al
capital toda personalidad e
iniciativa; el individuo
trabajador carece de iniciativa y personalidad.

¡Y a la abolición de estas condiciones, llama la
burguesía abolición de la
personalidad y la libertad!  Y, sin embargo, tiene
razón.  Aspiramos, en efecto, a ver abolidas la
personalidad, la independencia y la libertad burguesa.

Por libertad se entiende, dentro del régimen
burgués de la producción, el librecambio, la
libertad de comprar y vender.

Desaparecido el tráfico, desaparecerá
también, forzosamente el libre tráfico. La
apología del libre tráfico, como en general todos
los ditirambos a la libertad que entona nuestra burguesía,
sólo tienen sentido y razón de ser en cuanto
significan la emancipación de las trabas y la servidumbre
de la Edad Media, pero palidecen ante la abolición
comunista del tráfico, de las condiciones burguesas de
producción y de la propia burguesía.

Os aterráis de que queramos abolir la propiedad
privada, ¡cómo si ya en el seno de vuestra sociedad
actual, la propiedad privada no estuviese abolida para nueve
décimas partes de la población, como si no
existiese precisamente a costa de no existir para esas nueve
décimas partes! ¿Qué es, pues, lo que en
rigor nos reprocháis?  Querer destruir un
régimen de propiedad que tiene por necesaria
condición el despojo de la inmensa mayoría de la
sociedad.

Nos reprocháis, para decirlo de una vez, querer abolir
vuestra propiedad.  Pues sí, a eso es a lo que
aspiramos.

Para vosotros, desde el momento en que el trabajo no pueda
convertirse ya en capital, en dinero, en renta, en un poder
social monopolizable; desde el momento en que la propiedad
personal no pueda ya trocarse en propiedad burguesa, la persona no
existe.

Con eso confesáis que para vosotros no hay más
persona que el burgués, el capitalista. Pues bien, la
personalidad así concebida es la que nosotros aspiramos a
destruir.

El comunismo no priva a nadie del poder de apropiarse
productos sociales; lo único que no admite es el poder de
usurpar por medio de esta apropiación el trabajo
ajeno.

Se arguye que, abolida la propiedad privada, cesará
toda actividad y reinará la indolencia universal.

Si esto fuese verdad, ya hace mucho tiempo que se
habría estrellado contra el escollo de la holganza una
sociedad como la burguesa, en que los que trabajan no adquieren y
los que adquieren, no trabajan.  Vuestra objeción
viene a reducirse, en fin de cuentas, a una verdad que no
necesita de demostración, y es que, al desaparecer el
capital, desaparecerá también el trabajo
asalariado.

Las objeciones formuladas contra el régimen comunista
de apropiación y producción material, se hacen
extensivas a la producción y apropiación de los
productos espirituales.  Y así como el destruir la
propiedad de clases equivale, para el burgués, a destruir
la producción, el destruir la cultura de
clase es para él sinónimo de destruir la cultura en
general.

Esa cultura cuya pérdida tanto deplora, es la que
convierte en una máquina a la inmensa mayoría de la
sociedad.

Al discutir con nosotros y criticar la abolición de la
propiedad burguesa partiendo de vuestras ideas burguesas de
libertad, cultura, derecho, etc., no os dais cuenta de que esas
mismas ideas son otros tantos productos del régimen
burgués de propiedad y de producción, del mismo
modo que vuestro derecho no es más que la voluntad de
vuestra clase elevada a ley: una voluntad que tiene su contenido
y encarnación en las condiciones materiales de vida de
vuestra clase.

Compartís con todas las clases dominantes que han
existido y perecieron la idea interesada de que vuestro
régimen de producción y de propiedad, obra de
condiciones históricas que desaparecen en el transcurso de
la producción, descansa sobre leyes naturales eternas y
sobre los dictados de la razón.  Os explicáis
que haya perecido la propiedad antigua, os explicáis que
pereciera la propiedad feudal; lo que no os podéis
explicar es que perezca la propiedad burguesa, vuestra
propiedad.

¡Abolición de la familia!  Al
hablar de estas intenciones satánicas de los comunistas,
hasta los más radicales gritan escándalo.

Pero veamos: ¿en qué se funda la familia actual,
la familia burguesa?  En el capital, en el lucro
privado.  Sólo la burguesía tiene una familia,
en el pleno sentido de la palabra; y esta familia encuentra su
complemento en la carencia forzosa de relaciones familiares de
los proletarios y en la pública prostitución.

Es natural que ese tipo de familia burguesa desaparezca al
desaparecer su complemento, y que una y otra dejen de existir al
dejar de existir el capital, que le sirve de base.

¿Nos reprocháis acaso que aspiremos a abolir la
explotación de los hijos por sus padres?  Sí,
es cierto, a eso aspiramos.

Pero es, decís, que pretendemos destruir la intimidad
de la familia, suplantando la educación
doméstica por la social.

¿Acaso vuestra propia educación no
está también influida por la sociedad, por las
condiciones sociales en que se desarrolla, por la
intromisión más o menos directa en ella de la
sociedad a través de la escuela, etc.? No
son precisamente los comunistas los que inventan esa
intromisión de la sociedad en la educación; lo que
ellos hacen es modificar el carácter que hoy tiene y
sustraer la educación a la influencia de la clase
dominante.

Esos tópicos burgueses de la familia y la
educación, de la intimidad de las relaciones entre padres
e hijos, son tanto más grotescos y descarados cuanto
más la gran industria va desgarrando los lazos familiares
de los proletarios y convirtiendo a los hijos en simples
mercancías y meros instrumentos de trabajo.

¡Pero es que vosotros, los comunistas, nos grita a coro
la burguesía entera, pretendéis colectivizar a las
mujeres!

El burgués, que no ve en su mujer más que un
simple instrumento de producción, al oírnos
proclamar la necesidad de que los instrumentos de
producción sean explotados colectivamente, no puede por
menos de pensar que el régimen colectivo se hará
extensivo igualmente a la mujer.

No advierte que de lo que se trata es precisamente de acabar
con la situación de la mujer como mero instrumento de
producción.

Nada más ridículo, por otra parte, que esos
alardes de indignación, henchida de alta moral de
nuestros burgueses, al hablar de la tan cacareada
colectivización de las mujeres por el comunismo.  No;
los comunistas no tienen que molestarse en implantar lo que ha
existido siempre o casi siempre en la sociedad.

Nuestros burgueses, no bastándoles, por lo visto, con
tener a su disposición a las mujeres y a los hijos de sus
proletarios -¡y no hablemos de la prostitución
oficial!-, sienten una grandísima fruición en
seducirse unos a otros sus mujeres.

En realidad, el matrimonio
burgués es ya la comunidad de las esposas.  A lo
sumo, podría reprocharse a los comunistas el pretender
sustituir este hipócrita y recatado régimen
colectivo de hoy por una colectivización oficial, franca y
abierta, de la mujer.  Por lo demás, fácil es
comprender que, al abolirse el régimen actual de
producción, desaparecerá con él el sistema
de comunidad de la mujer que engendra, y que se refugia en la
prostitución, en la oficial y en la encubierta.

A los comunistas se nos reprocha también que queramos
abolir la patria, la nacionalidad.

Los trabajadores no tienen patria.  Mal se les puede
quitar lo que no tienen.  No obstante, siendo la mira
inmediata del proletariado la conquista del Poder
político, su exaltación a clase nacional, a
nación, es evidente que también en él reside
un sentido nacional, aunque ese sentido no coincida ni mucho
menos con el de la burguesía.

Ya el propio desarrollo de la burguesía, el
librecambio, el mercado mundial, la uniformidad reinante en la
producción industrial, con las condiciones de vida que
engendra, se encargan de borrar más y más las
diferencias y antagonismos nacionales.

El triunfo del proletariado acabará de hacerlos
desaparecer.  La acción conjunta de los proletarios,
a lo menos en las naciones civilizadas, es una de las condiciones
primordiales de su emancipación.  En la medida y a la
par que vaya desapareciendo la explotación de unos
individuos por otros, desaparecerá también la
explotación de unas naciones por otras.

Con el antagonismo de las clases en el seno de cada
nación, se borrará la hostilidad de las naciones
entre sí.

No queremos entrar a analizar las acusaciones que se hacen
contra el comunismo desde el punto de vista
religioso-filosófico e ideológico en general.

No hace falta ser un lince para ver que, al cambiar las
condiciones de vida, las relaciones sociales, la existencia
social del hombre, cambian también sus ideas, sus
opiniones y sus conceptos, su conciencia, en una palabra.

La historia de las ideas es una prueba palmaria de cómo
cambia y se transforma la producción espiritual con la
material.  Las ideas imperantes en una época han sido
siempre las ideas propias de la clase imperante .

Se habla de ideas que revolucionan a toda una sociedad; con
ello, no se hace más que dar expresión a un hecho,
y es que en el seno de la sociedad antigua han germinado ya los
elementos para la nueva, y a la par que se esfuman o derrumban
las antiguas condiciones de vida, se derrumban y esfuman las
ideas antiguas.

Cuando el mundo antiguo estaba a punto de desaparecer, las
religiones
antiguas fueron vencidas y suplantadas por el cristianismo.  En el siglo XVIII, cuando las
ideas cristianas sucumbían ante el racionalismo,
la sociedad feudal pugnaba desesperadamente, haciendo un
último esfuerzo, con la burguesía, entonces
revolucionaria.  Las ideas de libertad de conciencia y de
libertad religiosa no hicieron más que proclamar el
triunfo de la libre concurrencia en el mundo
ideológico.

Se nos dirá que las ideas religiosas, morales,
filosóficas, políticas, jurídicas, etc.,
aunque sufran alteraciones a lo largo de la historia, llevan
siempre un fondo de perennidad, y que por debajo de esos cambios
siempre ha habido una religión, una moral, una filosofía, una política, un
derecho.

Además, se seguirá arguyendo, existen verdades
eternas, como la libertad, la justicia, etc., comunes a todas las
sociedades y a
todas las etapas de progreso de la sociedad. Pues bien, el
comunismo -continúa el argumento- viene a destruir estas
verdades eternas, la moral, la religión, y no a
sustituirlas por otras nuevas; viene a interrumpir violentamente
todo el desarrollo histórico anterior.

Veamos a qué queda reducida esta acusación.

Hasta hoy, toda la historia de la sociedad ha sido una
constante sucesión de antagonismos de clases, que revisten
diversas modalidades, según las épocas.

Mas, cualquiera que sea la forma que en cada caso adopte, la
explotación de una parte de la sociedad por la otra es un
hecho común a todas las épocas del pasado. 
Nada tiene, pues, de extraño que la conciencia social de
todas las épocas se atenga, a despecho de toda la variedad
y de todas las divergencias, a ciertas formas comunes, formas de
conciencia hasta que el antagonismo de clases que las informa no
desaparezca radicalmente.

La revolución comunista viene a romper de la manera
más radical con el régimen tradicional de la
propiedad; nada tiene, pues, de extraño que se vea
obligada a romper, en su desarrollo, de la manera también
más radical, con las ideas tradicionales.

Pero no queremos detenernos por más tiempo en los
reproches de la burguesía contra el comunismo.

Ya dejamos dicho que el primer paso de la revolución
obrera será la exaltación del proletariado al
Poder, la conquista de la democracia
.

El proletariado se valdrá del Poder para ir despojando
paulatinamente a la burguesía de todo el capital, de todos
los instrumentos de la producción, centralizándolos
en manos del Estado, es decir, del proletariado organizado como
clase gobernante, y procurando fomentar por todos los medios y
con la mayor rapidez posible las energías productivas.

Claro está que, al principio, esto sólo
podrá llevarse a cabo mediante una acción
despótica sobre la propiedad y el régimen
burgués de producción, por medio de medidas que,
aunque de momento parezcan económicamente insuficientes e
insostenibles, en el transcurso del movimiento serán un
gran resorte propulsor y de las que no puede prescindiese como
medio para transformar todo el régimen de
producción vigente.

Estas medidas no podrán ser las mismas, naturalmente,
en todos los países.

Para los más progresivos mencionaremos unas cuantas,
susceptibles, sin duda, de ser aplicadas con carácter
más o menos general, según los casos .

1.a Expropiación de la propiedad inmueble y
aplicación de la renta del suelo a los gastos
públicos.

2.a Fuerte impuesto
progresivo.

3.a Abolición del derecho de herencia.

4.a Confiscación de la fortuna de los emigrados y
rebeldes.

5.a Centralización del crédito
en el Estado por
medio de un Banco nacional
con capital del Estado y régimen de monopolio.

6.a Nacionalización de los transportes.

7.a Multiplicación de las fábricas nacionales y
de los medios de producción, roturación y mejora de
terrenos con arreglo a un plan
colectivo.

8.a Proclamación del deber general de trabajar;
creación de ejércitos industriales, principalmente
en el campo.

9.a Articulación de las explotaciones agrícolas
e industriales; tendencia a ir borrando gradualmente las
diferencias entre el campo y la ciudad.

10.a Educación pública y gratuita de todos los
niños. Prohibición del trabajo
infantil en las fábricas bajo su forma actual. 
Régimen combinado de la educación con la
producción material, etc.

Tan pronto como, en el transcurso del tiempo, hayan
desaparecido las diferencias de clase y toda la producción
esté concentrada en manos de la sociedad, el Estado
perderá todo carácter político. El Poder
político no es, en rigor, más que el poder
organizado de una clase para la opresión de la otra. El
proletariado se ve forzado a organizarse como clase para luchar
contra la burguesía; la revolución le lleva al
Poder; mas tan pronto como desde él, como clase
gobernante, derribe por la fuerza el régimen vigente de
producción, con éste hará desaparecer las
condiciones que determinan el antagonismo de clases, las clases
mismas, y, por tanto, su propia soberanía como tal clase.

Y a la vieja sociedad burguesa, con sus clases y sus
antagonismos de clase, sustituirá una asociación en
que el libre desarrollo de cada uno condicione el libre
desarrollo de todos.

III LITERATURA
SOCIALISTA Y COMUNISTA

1. El socialismo reaccionario  

a) El socialismo feudal

La aristocracia francesa e inglesa, que no se resignaba a
abandonar su puesto histórico, se dedicó, cuando ya
no pudo hacer otra cosa, a escribir libelos contra la moderna
sociedad burguesa.  En la revolución francesa de
julio de 1830, en el movimiento reformista inglés,
volvió a sucumbir, arrollada por el odiado intruso. 
Y no pudiendo dar ya ninguna batalla política seria, no le
quedaba más arma que la pluma.  Mas también en
la palestra literaria habían cambiado los tiempos; ya no
era posible seguir empleando el lenguaje de
la época de la Restauración.  Para ganarse
simpatías, la aristocracia hubo de olvidar aparentemente
sus intereses y acusar a la burguesía, sin tener presente
más interés que el de la clase obrera
explotada.  De este modo, se daba el gusto de provocar a su
adversario y vencedor con amenazas y de musitarle al oído
profecías más o menos catastróficas.

Nació así, el socialismo feudal, una mezcla de
lamento, eco del pasado y rumor sordo del porvenir; un socialismo
que de vez en cuando asestaba a la burguesía un golpe en
medio del corazón con sus juicios sardónicos y
acerados, pero que casi siempre movía a risa por su total
incapacidad para comprender la marcha de la historia moderna.

Con el fin de atraer hacia sí al pueblo, tremolaba el
saco del mendigo proletario por bandera.  Pero cuantas veces
lo seguía, el pueblo veía brillar en las espaldas
de los caudillos las viejas armas feudales y se dispersaba con
una risotada nada contenida y bastante irrespetuosa.

Una parte de los legitimistas franceses y la joven Inglaterra,
fueron los más perfectos organizadores de este
espectáculo.

Esos señores feudales, que tanto insisten en demostrar
que sus modos de explotación no se parecían en nada
a los de la burguesía, se olvidan de una cosa, y es de que
las circunstancias y condiciones en que ellos llevaban a cabo su
explotación han desaparecido. Y, al enorgullecerse de que
bajo su régimen no existía el moderno proletariado,
no advierten que esta burguesía moderna que tanto
abominan, es un producto históricamente necesario de su
orden social.

Por lo demás, no se molestan gran cosa en encubrir el
sello reaccionario de sus doctrinas, y así se explica que
su más rabiosa acusación contra la burguesía
sea precisamente el crear y fomentar bajo su régimen una
clase que está llamada a derruir todo el orden social
heredado.

Lo que más reprochan a la burguesía no es el
engendrar un proletariado, sino el engendrar un proletariado
revolucionario.

Por eso, en la práctica están siempre dispuestos
a tomar parte en todas las violencias y represiones contra la
clase obrera, y en la prosaica realidad se resignan, pese a todas
las retóricas ampulosas, a recolectar también los
huevos de oro y a trocar
la nobleza, el amor y el
honor caballerescos por el vil tráfico en lana, remolacha
y aguardiente.

Como los curas van siempre del brazo de los señores
feudales, no es extraño que con este socialismo feudal
venga a confluir el socialismo clerical.

Nada más fácil que dar al ascetismo cristiano un
barniz socialista. ¿No combatió también el
cristianismo contra la propiedad privada, contra el matrimonio,
contra el Estado? ¿No predicó frente a las
instituciones la caridad y la limosna, el celibato y el castigo
de la carne, la vida monástica y la Iglesia
El socialismo cristiano es el hisopazo con que el clérigo
bendice el despecho del aristócrata.

b) El socialismo pequeñoburgués

La aristocracia feudal no es la única clase derrocada
por la burguesía, la única clase cuyas condiciones
de vida ha venido a oprimir y matar la sociedad burguesa
moderna.  Los villanos medievales y los pequeños
labriegos fueron los precursores de la moderna
burguesía.  Y en los países en que la
industria y el comercio no han alcanzado un nivel suficiente de
desarrollo, esta clase sigue vegetando al lado de la
burguesía ascensional.

En aquellos otros países en que la civilización
moderna alcanza un cierto grado de progreso, ha venido a formarse
una nueva clase pequeñoburguesa que flota entre la
burguesía y el proletariado y que, si bien gira
constantemente en torno a la
sociedad burguesa como satélite suyo, no hace más
que brindar nuevos elementos al proletariado, precipitados a
éste por la concurrencia; al desarrollarse la gran
industria llega un momento en que esta parte de la sociedad
moderna pierde su substantividad y se ve suplantada en el
comercio, en la manufactura, en la agricultura por los capataces
y los domésticos.

En países como Francia, en que la clase labradora
representa mucho más de la mitad de la población,
era natural que ciertos escritores, al abrazar la causa del
proletariado contra la burguesía, tomasen por norma, para
criticar el régimen burgués, los intereses de los
pequeños burgueses y los campesinos, simpatizando por la
causa obrera con el ideario de la pequeña
burguesía.  Así nació el socialismo
pequeñoburgués. Su representante más
caracterizado, lo mismo en Francia que en Inglaterra, es
Sismondi.

Partes: 1, 2, 3
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